El periodista y fotógrafo de viajes Guido Piotrkowski recorrió tres parajes de la puna argentina: Casabindo, Tolar Grande y Laguna Blanca
La Puna argentina abarca fragmentos de las provincias de Jujuy, Salta, y Catamarca. No es fácil llegar a parajes como Casabindo, Tolar Grande o Laguna Blanca, pero el esfuerzo vale la travesía. Y es justamente el trayecto hacia cualquiera de estos destinos puneños, matizados por paisajes desolados y abrumadores, uno de los leitmotiv del viaje.
Cerros suavemente ondulados, que por acción u omisión de la luz cambian de color; y por acción de los minerales en su interior se tiñen de ocres, rojos y amarillos. Cerros cónicos, piramidales, triangulares, cincelados por el ímpetu de los vientos, que constituyen algunas de las montañas más altas de la Cordillera de los Andes.
Cerros sagrados, que en agosto, el mes de la Pachamama, se vuelven montañas de fe, un período muy especial para los pueblos originarios del norte, que festejan con fervor a la madre tierra. En Laguna Blanca, el 1° de agosto se celebró la Fiesta de la Pachamama; mientras que en Casabindo, el día 15, aconteció el Toreo de la Vincha, una corrida de toros incruenta en honor de la Virgen; en tanto que en Tolar Grande, cada 31 se hace el cierre de la Fiesta Nacional de la Pachamama.
Laguna Blanca
En el interior profundo de Catamarca, a 360 kilómetros de San Fernando del Valle de Catamarca, y a 3200 metros sobre el nivel del mar, se encuentra este paraje reconocido por la Unesco como Reserva de Biosfera. Su objetivo primordial es proteger a la vicuña, pero también al zorrino y el gato andinos, el zorro gris, el colorado y a la chinchilla. En esta reserva de 770.000 hectáreas de superficie, entre los departamentos de Belén y Antofagasta de la Sierra, merodean unos 70.000 ejemplares de este camélido que, desde que está protegido, ya no corre riesgo de desaparecer y del que se extrae una fibra muy suave, altamente cotizada en el mercado textil.
En los márgenes de la laguna, escondido entre los cerros de la Puna catamarqueña se erige el minúsculo, desolado y prolijo caserío de adobe en el que viven unas trescientas personas, que encontraron en la vicuña un recurso sustentable. Es que acá, desde 2003 se realiza el Chaku, una práctica ancestral que consiste en el encierro, captura, esquila y liberación de las vicuñas, utilizando las técnicas de los pueblos precolombinos.
En tiempos remotos, se obtenía la carne y fibra del animal mediante estos chakus, que consistían en rodear amplias zonas armando un cordón humano, para así arrearlas hasta los corrales de piedra donde se capturaban y se seleccionaban los ejemplares aptos para el consumo y la esquila.
Antiguamente, esta práctica se realizaba cada tres o cuatro años, y fuera de esa fecha la caza estaba prohibida. Inspirado entonces en aquellos chakus, los lagunenses se reúnen durante dos jornadas y, tal como sus ancestros, van en busca de la vicuña. El primer día se trata de arrear a los animales, para luego dejarlos que descansen y se tranquilicen -es un animal muy sensible y se estresa fácilmente-, mientras que durante la segunda jornada se realiza la esquila. Desde que esta práctica fue reinstaurada, se llega a esquilar anualmente un promedio de 150 vicuñas, de las que se pueden extraer vellones de 300 gramos aproximadamente.
Si bien los poco más de trescientos kilómetros desde la capital provincial no aparentan un tramo muy extenso, el trayecto hacia la Puna se hace largo. Por eso es recomendable detenerse primero en Belén, una pequeña ciudad conocida como la cuna del poncho. Desde ahí, se puede recorrer un tramo de la mítica RN40, pasando por la Quebrada de Belén y los poblados de La Ciénaga y San Fernando, hasta adentrarse en RP 43 hacia la Puna. En ese tramo, al atravesar la Quebrada de Randolfo, justo en un curva, aparecen unas montañas de arena blancas como la tiza, que se erigen pegadas a la ruta. Son los Médanos de Randolfo, parada obligada para la foto, para caminar, trepar y hasta rodar cuesta abajo.
Poco después, se vislumbra la laguna que da nombre al caserío, un espejo de agua color turquesa donde comparten espacio los flamencos y sus primas las parinas, rodeado de una costa blanquecina, salitrosa. Con suerte, se avistan alguna vicuñas, que se mimetizan entre las pasturas de vegetación rala. Es posible ver suris, zorros y algún cóndor.
Y ahí mismo, en medio de aquellos cerros de tonos rojizos y negros, del desierto custodiado por el Nevado de Laguna Blanca, que llega a los seis mil metros de altura, está ubicado el pueblo, un silencioso caserío de adobe, con pircas que delimitan las tierras de cultivo, utilizadas desde tiempos inmemoriales. En el pueblo hay una plaza, un museo y una cooperativa de artesanos, donde se pueden encontrar los finos tejidos de vicuña, que se hacen con la lana extraída en el Chaku. También una iglesia y una escuela son parte de este paraje indómito, donde los pobladores crían sus llamas, ovejas, cabras, caballos y mulas. Desde hace unos años también reciben a viajeros que llegan a los confines de la Puna, a la vera de una laguna que por la mañana refleja los cerros y cielos diáfanos y por la tarde se vuelve esmeralda.
Tolar Grande
La tola es un arbusto achaparrado, rastrero, una de las pocas especies vegetales que pueden sobrevivir en las condiciones desérticas que imperan por estos pagos. La tola, cuando se encuentra en grandes grupos, pasa a ser un tolar. Y acá, en este gran tolar, un pueblo ferroviario enclavado en medio de paisajes que se asemejan a postales lunares, habitan unas doscientas personas que, al igual que la tola, resisten a la dureza del clima, la amplitud térmica propia del altiplano, la falta de agua y la sequedad.
El tren de cargas ya no pasa, desde que en 2002 el ramal C14 dejó de cubrir el trayecto que recorría hasta Socompa, la frontera con Chile. Y entonces, sus doscientas y tantas almas ahora reconfiguran su modo de vida al ritmo del turismo sustentable, como alternativa al paso del tiempo y del ferrocarril.
Para llegar desde la ciudad de Salta hay que recorrer 357 Kilómetros, atravesando pueblos como la Quebrada del Toro, Santa Rosa de Tastil, San Antonio de los Cobres y otros pequeños caseríos. Los sucesión de paisajes, siempre deslumbrantes, tiene en esta senda varios hitos, comenzando por las famosas Siete Curvas, un ícono de la ruta, un mirador con vista panorámica a un camino zigzagueante que conduce a un grupo de cerros y geoformas fantásticas. Imágenes que se suceden en puntos como el Laberinto, el Desierto del Diablo, el Salar del Diablo, sitios obligados para detener la marcha.
En las inmediaciones de Tolar, el corazón de la puna salteña, se alzan volcanes dormidos y sagrados como el Llullaillaco, donde una expedición de National Geographic encontró en 1999 las famosas momias de tres niños incas que permanecieron congeladas a más de 6000 metros de altura durante unos quinientos años. Hoy, las momias las atesora el Museo de Alta Montaña de la capital salteña.
Muy cerca del pueblo, e incluso a pie, se pueden visitar el Ojo del Mar, unas salinas de origen volcánico con piletones de agua dulce en su interior; las impresionantes dunas del Arenal y la Cueva del Oso, y El Mirador, desde donde se puede ver el Salar de Arizaro y todos los volcanes que lo rodean: Llullaillaco, Socompa, Arizaro, Aracar, Guanaquero y Macón, uno de los cerros que por aquí consideran sagrados y al que cada noviembre se asciende en peregrinación.
Ya más lejos, pero en la zona de influencia, se encuentran otros rincones espectaculares como el Cono de Arita, la Laguna Santa María -donde habitan flamencos rosados, parinas, patos y gallaretas-, el pueblo y el volcán Socompa, y el volcan Llullaillaco.
Todo este territorio forma parte de la Reserva Provincial de los Andes y se puede conocer de la mano de los integrantes de la Red Lickan, un emprendimiento de turismo rural comunitario formado por unas veinte familias que también ofrecen hospedaje y talleres de artesanías.
Agosto, el mes en que se prepara la tierra para la siembra, es sagrado para los pueblos originarios del cordón andino y es cuando se suceden por estos pagos las ofrendas a la Pachamama. En Salta, la fiesta abre oficialmente el primer sábado del mes en San Antonio de los Cobres, el pueblo más grande en la región de la Puna, y cierra el 31 en Tolar Grande. El Cerro Sagrado es el sitio indicado para las ofrendas, entre las que destaca la típica Tijtincha, hecha en base a las menudencias de la llama o la oveja, que se seca durante todo el año y se cuece el día previo a la celebración. La fiesta que continúa toda la noche en el comedor comunitario con abundante comida autóctona, música y baile hasta tarde.
Casabindo
Hay pocas celebraciones como el Toreo de la Vincha, el fiestón que cada 15 de agosto sacude la modorra de este pueblo diminuto en la inmensidad de la puna jujeña.
Casabindo está en el departamento de Cochinoca, a 220 kilómetros de San Salvador de Jujuy, 150 de la Quebrada de Humahuaca y 50 de Abra Pampa, la localidad más grande de los alrededores. Por acá solía pasar un tramo del Camino del Inca rumbo a Chile y también dejaron huella los españoles en su saga de conquistas antes de abandonar el lugar, derrotados por las condiciones extremas de este áspero desierto, su clima y sus 3500 metros sobre el nivel del mar. Su legado es una iglesia preciosa, una reliquia de proporciones desmedidas respecto del tamaño del pueblo, conocida como la Catedral de la Puna. Data de 1722, tal como está grabado en una de sus campanas de bronce, y atesora un valioso conjunto de pinturas de Ángeles Arcabuceros de la Escuela Cusqueña.
El tradicional Toreo de la Vincha, atrae a Casabindo toreros insólitos, bandas de sikuris, devotos y forasteros que llegan a participar y ser testigos de esta incruenta corrida de toros en honor a la Virgen de la Asunción, una fusión de ritos y costumbres, donde el cristianismo se entrevera con los ritos andinos y el sincretismo es ley. Así, se le reza a la Virgencita mientras se adora a la Pachamama.
Por esas fechas la plaza Pedro Quipildor, frente a la Iglesia, se vuelve el centro de la escena y entran en acción los toreros, cuyo objetivo es quitarle la vincha al toro para ofrendársela a la Virgen. Fieles, escépticos y turistas de todas las latitudes se amontonan alrededor de la plaza, en el faldeo de la montaña, sobre el techo de las camionetas. Los niños se trepan a los árboles. Donde haya un hueco, habrá alguien para ver esta corrida folclórica con altas dosis de fe.
El resto del año, Casabindo pasa inadvertido. Y es entonces una buena opción para quienes no disfruten de las multitudes y quieran sentir el pulso verdadero y cotidiano de este caserío de adobe diseminado alrededor de la Catedral de la Puna, bien cerca del cielo.
Fuente: La Nación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario